Todos los caminos que tomamos en nuestra vida tienen su lado difícil. Quizá este sea el más difícil de todos ellos. No hablo de esas decisiones triviales, tan sencillas que apenas nos toman un segundo para partir corriendo al tendero más cercano y comprar una holgaza de pan, ni aquellas que nos han llevado toda una vida al lado de una persona para al final decirle que si, que deseamos terminar nuestra vida juntos. Hablo de esas decisiones que no pueden esperar un segundo, pues será demasiado tarde. Cuando, sin quererlo, logramos detener el tiempo y todo que nos rodea se detiene junto a él, salvo nuestro cuerpo que inexorablemente comienza a temblar. Es en ese momento cuando nuestro cerebro comienza a funcionar como nunca antes lo había hecho. Recordamos cosas que habíamos olvidado, descubrimos fallos donde antes veíamos aciertos. Lo más triste es que este momento es efímero, volátil, simple. Desaparece con la misma velocidad con la que apareció. Yo me hallo ahora en ese exacto momento en el que toca decidir qué hacer, y hay algo que me alegra después de todo lo que he pasado: Tú estás conmigo ahora. Eso me tranquiliza. Ahora, ha llegado el momento de decidir.